sábado, 20 de enero de 2018

Boda en Tailandia

Bangkok no es el escenario idóneo para películas con final feliz. No se estilan las princesas de Walt Disney ni los apuestos efebos de proporciones griegas. La trama va sobre expatriados sin nada que perder, turistas con dinero fresco y busconas sin remordimientos. Suicidios, traficantes nigerianos, putas y ladyboys. Depravación venida del oeste y adictos al prozac. Un lugar donde te sentirás más seguro rodeado de perros callejeros en un soi oscuro a las 5 de la madrugada que cruzándote con un Men in Brown a plena luz del día. Cruza los dedos (o reza) para comprender la idiosincrasia del gueto farang, de lo contrario acabarás mendigando en la puerta del Novotel o saltando desde su azotea.

Cuando mi amigo Santi pisó por primera vez la capital siamesa y sintió la típica bocanada de aire ardiente, no se percató de la caprichosa metáfora: Bangkok sería su infierno. Tres meses bastaron para pasar de ser un reputado abogado de los que visten corbata de Hermes, a un sin techo con el dinero justo para volver a su otrora querida España.

Pongámonos en situación. Santi no era el típico obeso mórbido que hace 10.000 km para meter en caliente, por lo que a priori no era presa fácil para las musas de ojos rasgados y sonrisa angelical. Era un presuntuoso joven de éxito, un newly rich, un trabajador incansable hecho a sí mismo. El típico hijo de puta al que, a pesar de su enorme ego, admiras por ser un currante nato y un potentado intelectual. Bajo ningún concepto me hubiera imaginado que caería en una espiral de autodestrucción a manos una analfabeta criada en los arrozales de Udon Thani.



Maya era una tailandesa norteña de mirada penetrante y curtida en mil batallas. Cómo y dónde se conocieron es todavía es un misterio para el que escribe. Tan raro sería ver a Santi en los antros nocturnos donde la buena de Maya hizo su máster, como a ella en un espacio de coworking, de aquellos donde Santi pretendía dar vida a su proyecto transnacional. Lo único cierto es que tras dos semanas en Bangkok, Maya estaba viviendo con su hijo en el condominio de mi por aquella época ilusionado amigo. Dos meses mas tarde ya se planteaba dejarlo todo y vivir con su idolatrada nong en su Udon Thani natal. Y tras medio año había dejado de lado proyectos de muchos ceros para cumplir los sueños de su amorcito.

Ni las múltiples llamadas de su familia, ni varias visitas de sus más cercanos colegas, ni siquiera la desesperada videoconferencia con su anciana progenitora, le hicieron entrar en razón. Mientras tanto su muro de Facebook era la máxima expresión del postureo. Chalecito en el norte de Tailandia, fotos en hoteles de cinco estrellas en todas las capitales del sudeste asiático, suntuosas cenas, coches … Otro farang desplumado, una historia de tantas.



Cuando todo parecía listo para la boda, el bueno de Santi cayó enfermo de dengue. Fue en ese momento cuando se acordó de los buenos consejos de las personas que le querían, gracias, en gran parte, al comportamiento su amada durante su enfermedad. La cual priorizaba de manera descarada dejar atado (a su precioso culo) el patrimonio de mi enamorado amigo. Nota mental: "no subestimes la utilidad de unas capitulaciones matrimoniales" Tras salir del dique seco y siendo cien por cien consciente de las intenciones de su churri, mi avezado compadre planeó su vendetta y en menos de una semana dio la vuelta a la situación como si de un calcetín se tratase. ¿Cómo? Aprovechándose del inherente materialismo tailandés, haciendo uso de la picaresca típica del palillero español.

El final de la historia es poco común, ya que tanto uno como otro han vuelto a sus anteriores vidas. Santi trabaja de ocho a ocho en un bufete de abogados en el centro de Madrid y pesar de haber sido utilizado, estafado y de haber podido perder la vida en un hospital tercermundista, recuerda con melancolía sus paseos de la mano con Maya entre frondosos bosques y fértiles arrozales, el refulgir del sol en los campos de Isaan, y las noches de pasión salvaje en las suites más exclusivas de las capitales del sudeste asiático.

Maya por su parte despertó en un abrir y cerrar de ojos de su sueño burgués. Pasó del Moët & Chandon en Singapur a la cerveza con hielo de Kao San Road. Estaba en el mismo punto que hacía un año, pero la edad empezaba a pasar factura. Era consciente de que no podría vivir de su cuerpo eternamente y que había dejado pasar la oportunidad de su vida. Su abuela le había advertido pero su avaricia no le permitió ver. “¿Qué sabras tú, vieja?”, decía para sí. Y es que en la vida como en el poker, a una oveja se la esquila, pero nunca se la despelleja

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